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El debate de los años 30: prensa ideológica o de empresa

Con la caída de la dictadura de Primo de Rivera, los intelectuales españoles se entusiasmaron con el inminente regreso de los diarios de opinión política y de divulgación apasionada de idearios y doctrinas. En su favor, la Constitución de 1931 garantizaba la libertad de prensa sin restricciones. Sin embargo, la Ley de Defensa de la República (1931) y la posterior Ley de Orden Público (1933) otorgaban a los gobiernos potestad para sancionar a las cabeceras. Su objetivo, según explicaba Azaña, no era la prensa “digna” sino los libelos “facciosos” que insultaran la integridad del sistema republicano secundado democráticamente. Para el Presidente, la República era intocable. El sevillano Manuel Chaves Nogales, republicano convencido, se aproximaba al ideario de Manuel Azaña. Hijo del periodista de El Liberal, Manuel Chaves Rey, el autor de A sangre y fuego se formó a través de las visitas a la redacción del periódico, la asistencia a representaciones de obras de su padre y las lecturas y reflexiones en el Ateneo de Sevilla. Muy consecuentemente se definía como un “pequeño burgués liberal”. Fundó (y fue redactor jefe) junto a Luis Montiel en 1930 el diario gráfico madrileño Ahora. Históricamente se ha calificado a este medio como el ABC republicano. A pesar de su calidad técnica, su buena información, sus reportajes ágiles y las colaboraciones de la talla de Unamuno, Baroja o Madariaga; las inclinaciones ideologizantes de la época menospreciaron la nueva publicación tachándola de frigia (Cruz y Dolores: 2007).

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El malagueño Manuel Altolaguirre (1905-1959) creó junto a Emilio Prados la imprenta Sur. Facilitó con sus labores de impresión y con la publicación de las revistas como Litoral o La Hora de España la explosión creadora de los años 20 y 30. Pero además de imprimir la poesía de Lorca, Aleixandre, Paz… dejó una obra propia que, según el director del Centro Generación del 27, Julio Neira, “es mucho mejor de lo que se ha venido considerando” porque “es un poeta de una hondura muy superior a la de otros que sintonizaron más con el aire de la época”.

LAMENTO

Como de una semilla nace un bosque,

de mi pequeño corazón hundido

creció una selva de dolor y llanto.

Humo y clamor oscurecían el cielo

que se alejaba de mi triste fronda,

cuando negó la tierra a mis raíces

linfas para el verdor oscurecido.

¿Cómo pudo secarse una esperanza,

hasta su queja dar con tanto fuego?

La pequeñez de mi secreta herida

me hace llorar aún más que la hermosura

del incendio que de ellas se dilata.

Poemas de las islas invitadas, 1944. MANUEL ALTOLAGUIRRE

El malagueño, como se indica en el documental, no se dejó seducir por las vanguardias. El poema Lamento no se sirve de las claves oníricas del surrealismo para expresar el origen de su creación poética, que sugiere, de paso, el de toda creación artística.

Nace todo en una pequeña herida. Crece la selva de dolor y llanto. Se ramifican los versos, cubren la vida. El corte primero, el escozor realmente humano, se asfixia en una algarabía de palmas, aves… El poeta escribe siempre con fatiga, pensando en el desahogo, acaricia el mundo con amargura como si la belleza fuera algo demasiado viejo, y cree rescatarla. Pero se confunde. Abajo respira un dolor inútil y blando como un niño. Entonces el poeta se arranca palabras, una mentira tras otra, y reconoce una madre, un labio…lo que sea. Se reconoce absurdo, sin haber aprendido nada.

A veces, detrás de las letras se cobija la palabra. Rascas el papel, desgastas la uña y no descubres el salivazo de tinta de su espalda. Es difícil calmar las vértebras del verbo, palpar el nacimiento de su nuca sin que desaparezca de las páginas, sin que se vaya desmayando su negrura, desollada ya por la insistencia. Un día, sin buscar, abres el libro y te sopla sus esporas de mundo involuntario. Olfateas. No huele como se espera de un libro de poemas. Baja al paladar un raro zumo: acaso una mousse con un sabor brusco a descomposición. A veces, detrás de las letras, cuentan las palabras el crimen de la imprenta o el sexo chorreante de la música.

La música, explicó Vicente Aleixandre, tiene una relación de parentesco con la poesía. La lírica utiliza la palabra, “y esto quiere decir que aún depende del concepto”; pero las melodías abandonan esa servidumbre y “se expresan con una generosidad innombrable y generosa”. Reconoció: “la poesía es más pobre que la música porque tiene un peso, una ganga, que es imposible eliminar”. Por tanto, en el arte, la música es la única totalmente desbridada. Las palabras que son poema, puesto que su género nació abrazado a tambores o laúdes, son las más cercanas al privilegio absoluto del viento y el oído. Pero no son viento ni oído, ésa es su tragedia.

Esta fatalidad no es muerte aún, sólo conciencia de la limitación, de ese alejamiento del decir primero y de su especia mágica. No es muerte. Como comentaron Julio Cortázar y Joaquín Serrano Soler en A fondo, los diccionarios son cementerios de palabras, allí van todos los nombres a pudrirse.

POEMA DE LA BELLEZA CAUTIVA QUE PERDÍ

Pequeña de mis sueños, por tu piel las palomas,
la pálida presencia de la luna en el bosque
o la nieve recién caída de los astros.
Por esa piel sin mácula, por su tersura suave,
tronché columnas firmes, derrumbé la techumbre
de la más alta noche: la de mis sueños puros.
Pan del amanecer tu blanco cuello, frente,
osamenta querida, veta, venero noble…
Aquí tengo los brazos abiertos como un río,
las venas descansadas, todo el amor del mundo
dispuesto a consumir en un beso glorioso.
Pequeña mía, amada, no olvides que por ti,
una noche de julio, olvidé la aventura
de salir a buscar la belleza cautiva.

De Preludios a una noche total (1968), Antonio Colinas

Poema de la belleza cautiva que perdí pertenece al poemario que consiguió un accésit de Adonáis en 1968. Colinas, desde estos primeros quiebros, navega por lagos calmos. Los versos casi alejandrinos sustentan la suavidad de las palabras y esa mansedumbre de orilla que rompe en los bordes afilados de un cuerpo: “tronché columnas firmes, derrumbé la techumbre”. Pero el autor no se deja. El sosiego desdobla sus arrullos nuevamente para describir un cuello (caída turbadora en otras plumas) como el alimento más sencillo. Qué sabores una hogaza de clavícula. Suena también a armonía la nervadura primitiva de las hembras, sugerida apenas: “veta, venero noble”.

En su búsqueda, el autor de Sepulcro en Taquirnia se arrodilla en la naturaleza, a pesar de los innúmeros cantos urbanos que a la sazón se publicaban. Colinas se remonta a las “palomas”, al “bosque”, a los “astros” o al “río” que despeja sus venas para el beso.

El texto cierra con un recordatorio a modo de advertencia. Parece el poeta reprochar a la mujer la plenitud lograda. Colinas olvidó “la aventura de salir a buscar la belleza cautiva”. Renunció a la escritura solitaria por la vida que, después, encerró en este poema. Palabra de la no palabra que es palabra más inmensa.

La duda de José Manuel Caballero Bonald (Jerez de la Frontera, Cádiz, 1926) estalla con sutileza. Hay una metralla ligerísima en todas sus preguntas: trozos de metal o letras que reposan en el poema, aunque nada impide explosiones fortuitas que precisen, aún más, los aceros hasta que sean mínimas semillas de lirismo. Las adivinaciones, accésit del Premio Adonáis de 1956, se aderezaba con cierto barroquismo entendido como “búsqueda de la expresión insustituible” y no como tropezón o enredo.

La obra del premio Reina Sofía de poesía iberoamericana 2004 abrazó el grupo del 50 y cierto “testimonialismo social… aunque sin dejarse absorber por la habitual melancolía retrospectiva y sin renunciar a la impronta crítica… No cedió a las facilidades de la literatura como propaganda”. El jerezano se contaminó de cierta poesía despreocupada de lo estético, no obstante, aseguró: “fue un trayecto muy breve en mi recorrido poético… pero después recuperé lo que había interrumpido”. De esa época reivindicativa, el autor de Memorias de poco tiempo (1954) recuerda la desobediencia y “una estimable tendencia por el consumo de bebidas alcohólicas”.

Esperanzado, M. Fernández Almagro leyó Las horas muertas (1959) como un alfanje mutilando los helechos de la insipidez; destacó los aromas andaluces de sus versos que evitaban “cualquier concesión a lo feo”. En una crítica al poemario que constituyó su primera plenitud poética, Descrédito del héroe (Premio de la Crítica 1977), Joaquín Marco advirtió que el andalucismo de Bonald nacía de zonas de su inspiración y su actividad, y no de “planteamientos que han venido a resultar tópicos y estériles”. El premio nacional de las letras 2005 ajusta el verso a la idea y su corsé moral, aunque engasta cierto lirismo (ironías, paradojas…) que engalana la composición. Necesariamente la duda se amarra a la memoria que, según afirmó el jerezano, “es instrumento necesario y se puede modificar según convenga al poema”.

El perfil del imbécil

En la presentación de su último libro La noche no tiene paredes (2009), Bonald reiteró su frontal rechazo de los gregarios y los sumisos; regresó a los románticos para sentenciar que “la literatura está llena de grandes desobedientes”. La incertidumbre se anuda a la entraña del ser humano, por ello quien no duda es “sospechoso” o “lo más parecido a un imbécil”:

«¿Ha valido la pena
llegar hasta estas vecindades
inapelables de la incertidumbre
sólo para volver a constatar
que la nada colinda con la nada?”

(Entre dos luces de Manual de infractores)

Que se callen todos. Que dejen de escupir su gangrena de tinta los periódicos. Silencio. Nadie ha muerto. No más que cada vez que se cerraba un libro suyo. Callaos. Silencio.

Que su primer balbuceo fue un voto de eternidad.

El amor y la nada (2000) retrata el ambiente literario y artístico del Madrid de los años 30 como un carnaval, como una fiesta de enmascarados enamorados de sí mismos que, a su vez, exuda sublimes creaciones. El recién llegado de la Oleza alicantina —mítica tierra de Gabriel Miró—, Manuel Gilabert, es “un trozo hermoso de ruralidad en medio del descrédito y la  farsa de esas vidas”, según la protagonista de la novela, Marcela Duarte.

el amor y la nada

Desde la primera página, el ganador del Premio Azorín de 1999, José Luis Ferris, deja clara la identidad de Manuel Gilabert. Se cita un cuarteto: “Lo que he querido y nada todo es nada/ que nada es esta sombra que me sella./ Perro de amor que he sido de tu huella/ y huella que soy de nada enamorada”. El paralelismo es evidente con el verso “Lo que he sufrido y nada todo es nada” del soneto 19 de El rayo que no cesa de Miguel Hernández o, como se le llama en la novela, Insistencia de la espada.

El accésit del Premio Adonáis de 1984 gestó una obra imprescindible para todo amante de la morena ronquedad del autor de Vientos del pueblo, que luego completaría (ya con rigor ensayístico) en Miguel Hernández. Pasiones, cárcel y muerte de un poeta (2002). El amor y la nada es un espejo a la espalda de los versos, donde hechos documentadísimos y ficción copulan y se rozan hasta parir una criatura de rasgos difuminados que no acertamos a tildar de verdad ni de mentira.

La historia nace de una evidencia oculta tras la seductora idea de un romántico, de un marido fiel hasta los bordes de la podredumbre y de la muerte: los sonetos de Imagen de tu huella o la mayoría de El rayo que no cesa (1936) no parecen destinados a una mujer que se moría “de casta y de sencilla”. Ese arado cuyo “aguijón de pena” le dejaba “pechiabierto” procedía de otra piel, de otros muslos capaces de atrancar en él todos los carros de la pena.  En El amor y la nada es Marcela Duarte quien entretiene con sus manos la nuca taciturna del olezano. En Miguel Hernández. Pasiones, cárcel y muerte de un poeta, Ferris hablaría de Maruja Mallo y de la poetisa de La Unión (Murcia) María Cergarra como destinatarias de muchos de sus versos.

Pero la labor del autor de Cetro de cal no es sólo documental. La novela devuelve la humanidad a un poeta remordido por su mito, le da aroma y pulso después de tantos años. Incluso consigue recrear el temple de su escritura en la correspondencia ficticia de Marcela Duarte. El lector degusta el giro quevedesco del verso citado arriba “y huella soy de nada enamorada” o el soneto de una de las cartas de la protagonista como auténticos materiales inéditos del poeta de arado y barro:

“Qué sola se me queda, y qué vacía,

esta nuca perdida sin tu mano

de procedencia incierta que en lo llano

de mi cabeza instala su armonía.

Cómo me pesa y gime todavía

tanto acento feroz de labio vano,

tanto beso vertido grano a grano

sin la clemencia de tu compañía.

Has podido sembrar tu flor abierta

en este corazón que brama a solas

sin descanso siquiera y sin tenerte.

Una isla es mi cuerpo sin la cierta

calentura secreta de tus olas:

sin ese abrazo, amor, sin esa muerte”.

El poeta murciano ganador del Premio Adonáis en 1977, entrevistado por La renovación de las palabras, publica en El Cultural.es un artículo sobre sus primeras manchas de tinta. El breve texto confiesa la vehemencia del escritor cuando descubrió su vocación y explica cómo el Adonáis le hizo poeta ante los demás y ante sí mismo.

Luis García Montero (Premio Adonáis en 1982) recoge los primeros años de vida de su amigo Ángel González (Accésit Adonáis 1955) en Mañana no será lo que Dios quiera. El poeta ovetense antes de su muerte en enero de 2008 pactó con el granadino García Montero que la biografía terminaría con la llegada del poeta a Madrid en 1951. El tomo nace de las conversaciones que mantuvieron  ambos escritores en los últimos años de vida del autor de Áspero mundo. Según Montero, «a Ángel le gustaba hablar de su infancia en los últimos años de su vida».

Con la vida de González, el autor de Habitaciones separadas esboza también su circunstancia. Precisamente, el poeta desaparecido soñaba vocales espejo y quiso que sus versos fuesen «el escenario y el tiempo que corresponden a su vida».

 

Cuando escribo mi nombre

lo siento cada día más extraño.

¿Quién será ese?

me pregunto.

Yo no sé qué pensar.

Ángel.

Qué raro.

                                                               Deixis en fantasma, 1992

Omar ibn Ebrahim Jayyam nació en Jorasán (Persia) aproximadamente en 1048. Científico, pensador y poeta; estudió astrología, astronomía, medicina, geometría, matemáticas, filosofía, mística y ética. Según el prólogo de Clara Janés para la edición de Alianza Editorial, el investigador Alí ibn Ghazí al Ashraf dijo que Jayyam era “el más sabio de su época y enseñaba todas las ciencias griegas”. El filósofo persa compuso en secreto unas lápidas hinchadas de vino, cántaros de barro, mujer, arpa; crecidas de líquenes y hierba. De su obra, Rubayat reúne 178 rubaí: forma métrica de dos versos partidos en cuatro hemistiquios.

rubiayat

 

En el siglo XI, la fanática enredadera de la “impuesta civilización árabe” quebraba la corteza de Oriente, pero Jayyam escribía:

 

“¡Oh tu, recién llegado del mundo espiritual!,

preso estás por el cinco y el cuatro y el seis y el siete.

Pues no sabes de dónde vienes, bebe vino;

pues no sabes adónde irás, ¡se alegre!”

 

                                                                         (rubaí 11)

 

A la sabiduría, como a la esencia humana, zarandea, a veces, el instinto de la negación. Por eso, el poeta rechaza toda certeza: “y me ha quedado claro que nada queda claro (rubaí 93)”; duda, incluso, de su propia existencia: “piensa que de cuanto existe nada hay en el universo (rubaí 29)”. Sin embargo, la enzima de la ignorancia no le hace retorcerse en el miedo y huye del chantaje religioso: 

 

“Dicen algunos que el paraíso con la hurí es gozoso,

yo digo que el mosto de uva es gozoso.

Toma éste en efectivo y deja aquél en plazos prometido,

que oír el sonido del timbal de lejos es gozoso”.

 

                                                                         (rubaí 41)

 

Algunas de las ideas respecto a la muerte recuerdan a lo que, siglos después, Jorge Manrique escribiría: “allegados, son iguales/ los que viven por sus manos/ y los ricos”.

 

“Eché un vistazo en el taller del alfarero.

Junto a la rueda, vi al maestro en pie.

Con valor hacía el asa y el cuello de un cántaro

de mano de mendigo y cabeza de rey”.

 

                                                                         (rubaí 171)

 

El sabio persa  escapa, también, de la codicia. Acepta la incapacidad del hombre para derruir la tapia de la muerte. En el vino nada cualquier deseo de escrutar la sombra. Insiste: “Dijo (un anciano): bebe vino que se fueron muchos/ como nosotros y nunca llegó noticia de ellos (rubaí 167)”. Sin embargo, todo está lleno de muertos. La tierra mastica los órganos del enterrado, crece la flor y en su pistilo tiembla la misma sed que un día secó un labio femenino: “caras de luna, manjar en boca de una hormiga (rubaí 137)”. Todo chilla. El viento arrulla el perfil de los incinerados; el fango, porquería dulce de huesos carcomidos.  Las cosas tienen, entonces, una venganza implícita: “(un alfarero) pisoteando una pieza de barro/ y aquel barro a su modo le decía:/ como tú he sido, actúa con cuidado (rubaí 107)” o “Anoche tiré la copa vidriada contra una piedra… Dirigiéndose a mí la copa decía:/ yo era como tú, tú serás como yo (rubaí 164)”.  

 

Recuerda, si bebes vino, arderá Jayyam en tu garganta; si hundes la cabeza en el barro, dolerá tu cara en su costado.