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Archive for diciembre 2008

Rubor amarillo

Quizá pueda parecer desubicado el genio de Unamuno entre tantos premios y tantas maneras de acreditar la valía de un poeta. El salmantino no pudo conocer lo que es Adonáis, pero es bueno que aparezca por aquí. Quizá internet se sobrecoja del anacronismo, aunque no lo creo: nunca podrán ruborizarse estos espacios virtuales. El papel sí. Los libros desarrollan con los años la vergüenza y las palabras antiguas tienden a parecer inválidas para los poco asiduos. Los lustros ponen en las hojas ese rubor amarillo que es, sencillamente, eternidad. En las pausas del vino de la Navidad es común que acudan las rubias fotografías a las manos y renueven su quietud insondable. Resulta difícil asumir, como dijera Miguel Hernández, que “Algún día/ se pondrá el tiempo amarillo/ sobre mi fotografía”.

Mañana se cumplirán 72 años del fallecimiento de Miguel de Unamuno, pero trae orgulloso espuertas de inmortalidad. Trae fuego, venas hinchadas hasta el límite, palabras, palabras y palabras.

 

 

Calma, mece, briza, arrulla;

es el agua que masculla

su canción;

la canción de cada día,

la de la eterna agonía,

            corazón.

Agua, la primera hermana,

que nos apaga la gana

            del ardor;

la que nos lava la culpa

y abreva y ceba la pulpa

            del dolor.

 

                                   1.242, Cancionero, Miguel de Unamuno

 

Sobre todo, no olviden esta noche que la uva fue tentación fresca para Rubén Darío o trozo de sol en descenso para Pablo Neruda… Medítenlo y, adelante, muerdan la voz de la Historia.

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Antonio Colinas, accésit del Premio Adonáis en 1968 por Preludios a una noche total  y Premio Nacional de Poesía de 1982 por Poesía 1967-1981, es uno de esos poetas cuya obra trasciende de lo lírico y busca un sustento filosófico. Apoyado en los filósofos presocráticos (Anaximandro, Heráclito…), el psicólogo Carl Gustav Jung, los místicos o el fundador del taoísmo Lao-tsé; el poeta leonés indaga en las contrariedades del mundo (y en las propias) en busca de la armonía. Colinas describió su obra como “un fruto eminente de la contemplación”.

Suele relacionarse al autor de Sepulcro en Tarquinia con la generación de los novísimos. Pero esta tendencia renovadora está sumida en los humos de lo urbano, el sentido de la obra de Colinas es, precisamente, la búsqueda de lo esencial y, para ello, el poeta debe rasparse en las piedras y adensarse entre los bosques. El premio nacional afirmaría que “el poeta a veces quizás ve un poco lo que los otros no ven a costa de marginalidad o de ir contra lo que impera en su tiempo”.

La producción de Colinas configura un cosmos repleto de símbolos y elementos que son, en suma, escarbadura en el propio pecho. Noche, piedra, música, invierno, caballos, ruinas; todos son parte contendiente en la lucha de los contrarios que rige el mundo. En Tratado de la armonía esclarece el poeta que ese conflicto no debe llorarse en elegías interminables. El arte consigue levantar la paz y la armonía sobre esa beligerancia, el destino es la superación y la convergencia (de noche-día; luz-oscuridad; amor-dolor…) hacia la unidad.

En sus últimos poemarios, el lenguaje se ha ido depurando hacia lo esencial y metafísico. Su último libro Desiertos de la luz es considerado por algunos como roca fuerte de su creación, sin embargo, a pesar de la grandeza de sus preguntas, enraizadas en la tradición poética, se señala que “el lector echa en falta la novedad verbal, la sorpresa poética, y resopla ante la recurrencia de ciertos lugares comunes de la tradición mística”.

Pero Antonio Colinas rehusa los llantos y el pesimismo. Para él, las ruinas son terrenos para la renovación, ascua inversa. Ésa es su autenticidad.     

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Eran tan sólo cuerpos asustados,
carne color de grito, fiebre alerta
en la savia lunar de los rumores.
Al llegar pronunciaron su oleaje,
su ocupación cansada de la noche.
Hincaron su raíz en la penumbra
y en los atrios brillaron las señales
de una claudicación predestinada.
Nada dijeron de la luz herida,
de las gargantas que se despertaron
sobre la oscuridad de ciertas horas,
ni del murmullo arrodillado, lento,
de la respiración de sus edades.
Sobre la piel de una sonrisa muerta
creció la profecía de los nombres.
Las calles se olvidaron de los ecos
que acaricia al pasar la madrugada,
y la humedad trepó por la osamenta
de una ciudad hundida en el verano.
Nadie pudo advertir con su ternura
la palabra que el tiempo edificaba
sobre un reloj partido: la memoria.
El Sur se levantó sobre la sangre
y la sangre gritó en sus acueductos.
Después volvió el dolor a los caminos
y abrió sus espirales la costumbre.

 

 

 Cavidad permanente, de Maneras de estar solo (1974-1977)

 

 

La soledad suele sombrear en los cuadernos de todos los poetas ya sea soledad buscada o soledad fatal; tal vez en ella sepa mejor la palabra en qué otra palabra traducirse. El lenguaje auténtico es tímido, de rubor fácil; hay que saber domarlo porque la cursilería amenaza tras lo poco meditado.   

El Premio Adonáis de 1977 ensalzó a Eloy Sánchez Rosillo por Maneras de estar solo. El poeta murciano gestiona como nadie la soledad, la poesía para él no es oficio ni daga de unos pocos, simplemente es una forma de estar solo. Sánchez Rosillo adiestra como un experto la complejidad, no cae en palabrería vacua ni en grandes constructos de pensamiento. De la cotidianidad extrae las piedras primeras para sus versos. El tono elegíaco persigue al murciano desde su primer libro y se consagra en los posteriores (Páginas de un diario, Elegías, Autorretrato…). El pasado aporta la tensión crucial en la obra del escritor. Los textos dejan claro que éste asume las pérdidas del tiempo que, a su vez, interaccionan con él y pasan a formar parte del presente, incluso de una translúcida eternidad.

Como demuestra Cavidad permanente, el día y la noche se identifican con diferentes vástagos de la emoción. El día exuda la claridad y la certeza de lo sentido (a veces dolorosa); la noche, en cambio, precipita la pasión y saquea la lógica sobre los cuerpos. El último verso trae el crepúsculo como una losa de negación, y su fuerza es irreducible: “Después volvió el dolor a los caminos/ y abrió sus espirales la costumbre”.

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Fue cuando a España le quedaban siete años de tiritera. Bastaba uno sólo para que el hombre dejara su herradura hincada en la superficie de la Luna, con la palabra ‘conquista’ pudriéndole la lengua. Fue en 1968. Como antaño las guajiras o las colombianas pegadas al nailon de las guitarras, llegó al Premio Adonáis Roberto Sosa, el primer latinoamericano.

El poemario Los pobres obtuvo el galardón. Para Sosa, este texto buscaba el estilo e intentaba “ser sencillo hasta donde fuera posible”, aunque aseguró que “ésos fueron sus primeros pinitos antes de conseguir un lenguaje”. La primera estrofa del poema que titula el libro, “Los pobres son muchos/ y por eso/ es imposible olvidarlos”, anuncia un tono comprometido y poco adulterado; en definitiva, un lenguaje directo. La crudeza de la voz de Sosa derivaba de su propia relación con la materia: vivió entre pobreza y rumió sus contradicciones. El escritor, nacido en Honduras, no sólo cultivó la poesía de fondo social. Entre otras composiciones, su libro Digo mujer (2004) se enfrenta a conflictos humanos distintos a los de su primera época. Digo mujer reúne toda la poesía amorosa que ha escrito a lo largo de su vida; Sosa aclara que la relación de la materia poética con el género femenino “es múltiple, de reconocimiento, fraternidad, acercamiento y aproximación al alma femenina que es sumamente compleja y misteriosa”.

Rubén Darío o Pablo Neruda son claro ejemplo del papel de la poesía latinoamericana en España. ¿Qué hubiera sido del surrealismo en castellano sin el nobel chileno?, ¿qué del modernismo español sin ese “cuando quiero llorar no lloro y a veces lloro sin querer”?

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El mexicano Rogelio Guedea (1974) obtiene el premio con Kora. Los accésit han sido otorgados a la andaluza María Eugenia Reyes Lindo por El fabricante de ruinas y al mexicano Alfredo Juan Félix-Díaz González por Si resistimos.

El ganador es columnista de las cabeceras mexicanas Ecos de la Costa y Jornada semanal , y profesor de la Universidad de Otago (Nueva Zelanda).El jurado arguye que en Kora «se mezclan las experiencias de la realidad con un tono confesional y con derivaciones imaginativas» y añade que «el libro nace de la tensión de lo real y la realidad. Y la mujer, junto a la reflexión sobre la creación poética, ocupa la temática del poemario».  El ganador de 34 años ha publicado ya varios poemarios como Fragmentos, Premio Nacional de Poesía Sonora 2005; Los dolores de la carne; Testimonio de la ausencia; Senos, sones y otros huapanguitos; Mientras olvido, Premio Internacional de Poesía Rosalía de Castro en 2001; y Razón de mundo, Premio Nacional de Poesía Amado Nervo 2004.

La sevillana María Eugenia Reyes Lindo es accésit del Premio Adonáis 2008, según el jurado El fabricante de ruinas es un libro unitario en el que relaciona distintas atmósferas de manera íntima, contemplativa y serena. La poetisa ya fue finalista del mismo premio en 2006. Su primer poemario, Nuestro Nombre en las Piedras, se publicó en 2007.  

El segundo accésit recae en otro mexicano, Alfredo Juan Félix-Díaz González. De su obra, Si resistimos, el jurado opina que “las formas clásicas sustentan una reflexión sobre el mito, la historia y la profesión de poeta”.

El jurado del premio ha estado formado por Carmelo Guillén Acosta, Joaquín Benito de Lucas, Diego Jesús Jiménez, Antonio Colinas y Julio Martínez Mesanza.

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Vicente Gaos (Valencia, 1919), con 21 años, acudió a casa de Vicente Aleixandre. El premio nobel no tardó en describirlo como “una diurna ave de presa” cuyos ojos “denunciaban la primera mirada hacia el sol”. La vocación del rapaz fue temprana y escribió sus primeros versos siendo un colegial. Mientras estudiaba en Madrid, entabló amistad con Vicente Aleixandre y Dámaso Alonso; crecía la obstinación de sus plumas.

Gaos planeó sobre el Premio Adonáis: ganó la primera edición (1943) con Arcángel de mi noche, junto a José Suárez Carreño y  Alfonso  Moreno. Según Francisco Arias Solís, en este poemario recogió “lo que nunca dejó de atosigar al poeta, la sed de saber, la decepción, el asco final, el escepticismo”.

¿Quién pone rama fija para el ave? En su vuelo, el valenciano picaba todas las hojas y dejaba en los paisajes remordidos su cadencia propia, su autenticidad sin moda. Gaos cultivó también la narrativa, en 1968 quedó finalista en el Premio Alfaguara con Los guerrilleros. Por Última Thule, le fue otorgado, a título póstumo, el Premio Nacional de Poesía 1981. Arias Solís insinuó que la concesión fue una especie de reparación de lo irreparable. El Premio Nacional de Poesía engalanó al poeta como el frío de las balas condecora el cuerpo de las águilas caídas.

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Conocer no es lo mismo que saber.

Quien aprendió escuchando; quien padeció o gozó;

quien murió a solas.

Todos andan o corren, mas van despacio siempre

en el viento veloz que ahí los arrastra.

Ellos contracorriente nadan, pero retroceden,

y en las aguas llevados, mientras se esfuerzan cauce arriba

a espaldas desembocan.

Es el final con todo en que se hunden.

Mar libre, la mar oscura en que descansan.  

                                   

 

                                       Poemas de la consumación, Vicente Aleixandre

 

 

El día 15 de diciembre caerá, como anuncia la anterior entrada, el nuevo nombre. Pero, además, el 15 de diciembre cumplirán 23 años las cortezas más limpias de los cipreses del cementerio de la Almudena: es veinteañera la flora que viste la paciencia de los muertos. El 15 de diciembre de 1984 fue enterrado Vicente Aleixandre. Dicen que, desde entonces, la grama sabe más a contemplación que de costumbre.

El nobel de literatura (1977) publicó en 1968 Poemas de la consumación. Las composiciones de este libro destilan sabiduría o, mejor, conocimiento. Son textos que aceptan el vértigo y desarrollan en él su calma. El ciclo de la vida se expresa en simpatía con la metáfora manriqueña: “…y en las aguas llevados, mientras se esfuerzan cauce arriba/ a espaldas desembocan”. Es absurda la negación del tiempo, pero es, a la vez, parte de la lógica y la fuerza del ser humano. Aleixandre también nadó, como un loco, y sus brazos llenos de tinta rayaron el agua. Sin embargo, el malagueño desembocará infinitamente. Hay cuerpos que se atascan en los deltas y esparcen su presencia en la vida y en la muerte; por supuesto, una vez así, son inagotables.

   

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Huele distinta la casa cuando arrancas la página de noviembre del calendario. El paladar presagia la sequedad del polvorón y la sed aumenta entre las manos. Los huecos de las palmas reclaman la nueva voz, la palabra impresa. Diciembre dirá la revelación.

El pasado año, Teresa Soto ganó el Premio Adonáis con Un poemario (Imitación de Wislawa). La poetisa aseguró que el título sirve como nexo para la colección de poemas que contiene el libro y que el subtítulo fue añadido por el jurado de Adonáis al considerar Un poemario demasiado general. La ganadora, de 25 años, es licenciada en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada por la Universidad de Granada, actualmente imparte clases en la Universidad de Colorado at Boulder. El libro del viento de Diego Vaya y Discurso de la ceniza de Pablo Moreno obtuvieron accésit. El jurado resaltó el “lenguaje directo, existencialista e ingenuo” de Teresa Soto; elogió la “variedad y riqueza rítmica” del autor de El libro del viento y la “voz cálida, imaginativa y rica en matices” de Discurso de la ceniza.

El próximo día 15 se conocerá el fallo del jurado en el Ateneo de Madrid. El sufrido útero de la creación borbolla, esperemos el parto.

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Que no se atreva nadie. Que nadie niegue el latido de Camarón en las hondas cuevas del fermento, que nadie desmienta el resquebrajo, que nadie acuchille el calcio en la duquela ni cosa las camisas partidas por el suelo. En Adonáis hay también poetas retorcidos por el duende que a través del flamenco se acercaron al acento límite de la escritura. Para ello, es un aliciente cómo Camarón, por ejemplo, concilió en su cante textos de maestros como García Lorca u Omar Khayyam.

Félix Grande, que se afirma “guitarrista flamenco fracasado”, ganó el Premio Adonáis de 1963 con Las piedras. Asegura que este poemario es el más visiblemente influido por Antonio Machado. En consonancia con la fuerza jonda, el badajocense cree que la poesía es “no un género, sino un estado de gracia” y que la edad apura su sutilidad preñada de inociencia. Al agotar las estrofas de sus estantes, sacó de un embalaje antiguo peteneras, soleares de Cádiz, martinetes…Escribió sobre flamenco hasta convertirse en un especialista, libros como Paco de Lucía y Camarón de la Isla atestiguan su sabiduría.

Fernando Quiñones, sultán de Cádiz, obtuvo accésit en el Premio Adonáis de 1956 (ganó María Elvira Lacaci) con Cercanía de la Gracia. Sus primeros libros, según diría Eugenio Cobos en La Estafeta Literaria, constituyen “una primera etapa en deuda con el andalucismo de Rafael Alberti, con gran dosis de brillo verbal”; sin menospreciar el influjo de Luis Cernuda. El libro de las crónicas (10 obras) agrupa lo más característico de su lírica. Las crónicas poéticas que componen la edición contienen mucha narración a la manera de la épica o los cantares de gesta. El gaditano amaba el flamenco y participó en él profundamente: entrevistó a Camarón en televisión, fundó la peña flamenca Enrique el Mellizo, se deshizo la garganta por bulerías… Tras su muerte, Antonio Burgos le dedicó su Tango a Fernando Quiñones.

Que no se atreva nadie. Dejad a Camarón que se desmiembre, dejad el cante pegado a la materia y que vengan las hienas de la poesía con su risa a blanquear los huesos.

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