Quizá pueda parecer desubicado el genio de Unamuno entre tantos premios y tantas maneras de acreditar la valía de un poeta. El salmantino no pudo conocer lo que es Adonáis, pero es bueno que aparezca por aquí. Quizá internet se sobrecoja del anacronismo, aunque no lo creo: nunca podrán ruborizarse estos espacios virtuales. El papel sí. Los libros desarrollan con los años la vergüenza y las palabras antiguas tienden a parecer inválidas para los poco asiduos. Los lustros ponen en las hojas ese rubor amarillo que es, sencillamente, eternidad. En las pausas del vino de la Navidad es común que acudan las rubias fotografías a las manos y renueven su quietud insondable. Resulta difícil asumir, como dijera Miguel Hernández, que “Algún día/ se pondrá el tiempo amarillo/ sobre mi fotografía”.
Mañana se cumplirán 72 años del fallecimiento de Miguel de Unamuno, pero trae orgulloso espuertas de inmortalidad. Trae fuego, venas hinchadas hasta el límite, palabras, palabras y palabras.
Calma, mece, briza, arrulla;
es el agua que masculla
su canción;
la canción de cada día,
la de la eterna agonía,
corazón.
Agua, la primera hermana,
que nos apaga la gana
del ardor;
la que nos lava la culpa
y abreva y ceba la pulpa
del dolor.
1.242, Cancionero, Miguel de Unamuno
Sobre todo, no olviden esta noche que la uva fue tentación fresca para Rubén Darío o trozo de sol en descenso para Pablo Neruda… Medítenlo y, adelante, muerdan la voz de la Historia.