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Posts Tagged ‘Miguel Hernández’

El amor y la nada (2000) retrata el ambiente literario y artístico del Madrid de los años 30 como un carnaval, como una fiesta de enmascarados enamorados de sí mismos que, a su vez, exuda sublimes creaciones. El recién llegado de la Oleza alicantina —mítica tierra de Gabriel Miró—, Manuel Gilabert, es “un trozo hermoso de ruralidad en medio del descrédito y la  farsa de esas vidas”, según la protagonista de la novela, Marcela Duarte.

el amor y la nada

Desde la primera página, el ganador del Premio Azorín de 1999, José Luis Ferris, deja clara la identidad de Manuel Gilabert. Se cita un cuarteto: “Lo que he querido y nada todo es nada/ que nada es esta sombra que me sella./ Perro de amor que he sido de tu huella/ y huella que soy de nada enamorada”. El paralelismo es evidente con el verso “Lo que he sufrido y nada todo es nada” del soneto 19 de El rayo que no cesa de Miguel Hernández o, como se le llama en la novela, Insistencia de la espada.

El accésit del Premio Adonáis de 1984 gestó una obra imprescindible para todo amante de la morena ronquedad del autor de Vientos del pueblo, que luego completaría (ya con rigor ensayístico) en Miguel Hernández. Pasiones, cárcel y muerte de un poeta (2002). El amor y la nada es un espejo a la espalda de los versos, donde hechos documentadísimos y ficción copulan y se rozan hasta parir una criatura de rasgos difuminados que no acertamos a tildar de verdad ni de mentira.

La historia nace de una evidencia oculta tras la seductora idea de un romántico, de un marido fiel hasta los bordes de la podredumbre y de la muerte: los sonetos de Imagen de tu huella o la mayoría de El rayo que no cesa (1936) no parecen destinados a una mujer que se moría “de casta y de sencilla”. Ese arado cuyo “aguijón de pena” le dejaba “pechiabierto” procedía de otra piel, de otros muslos capaces de atrancar en él todos los carros de la pena.  En El amor y la nada es Marcela Duarte quien entretiene con sus manos la nuca taciturna del olezano. En Miguel Hernández. Pasiones, cárcel y muerte de un poeta, Ferris hablaría de Maruja Mallo y de la poetisa de La Unión (Murcia) María Cergarra como destinatarias de muchos de sus versos.

Pero la labor del autor de Cetro de cal no es sólo documental. La novela devuelve la humanidad a un poeta remordido por su mito, le da aroma y pulso después de tantos años. Incluso consigue recrear el temple de su escritura en la correspondencia ficticia de Marcela Duarte. El lector degusta el giro quevedesco del verso citado arriba “y huella soy de nada enamorada” o el soneto de una de las cartas de la protagonista como auténticos materiales inéditos del poeta de arado y barro:

“Qué sola se me queda, y qué vacía,

esta nuca perdida sin tu mano

de procedencia incierta que en lo llano

de mi cabeza instala su armonía.

Cómo me pesa y gime todavía

tanto acento feroz de labio vano,

tanto beso vertido grano a grano

sin la clemencia de tu compañía.

Has podido sembrar tu flor abierta

en este corazón que brama a solas

sin descanso siquiera y sin tenerte.

Una isla es mi cuerpo sin la cierta

calentura secreta de tus olas:

sin ese abrazo, amor, sin esa muerte”.

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Miguelito el de Orihuela, Miguelito el de la pólvora ceñida, el del ruiseñor levantando al fusil su relámpago quejío. Miguelito, el del geranio fúnebre a pulmón cosido. Miguel el del pueblo, el del barro, que «mancha con su lengua cuanto lame«. A este plural Miguelío, como a todo poeta de tierra en boca, se le devuelven los cantes.

El vibrato de Serrat sosteniendo los versos hernendianos es conocido. Pero también relumbra su palabra, su baba hiriente y roja yunque a yunque de las fraguas; también los martillos gitanos afilan sus sonetos y romances. Manuel Gereña, la voz prohibida del flamenco, editó el disco Manuel Gereña canta con Miguel Hernández en 1999. Vientos del pueblo o Niño yuntero se agarran a los bordones con las puntas de los dientes y aguantan la sacudida del nailon en la calavera. El niño de la yunta come grama aterronada por bamberas y peteneras.

Las bamberas surgen de los cantes o coplas  de columpio (mecedores o bambas) tradicionales andaluces. Este palo, introducido al flamenco por la Niña de los Peines, mece un ritual de dos amantes: la mujer quiere coger la Luna y el hombre la columpia para que el astro le escarche las yemas.

“Sube al columpio conmigo

que llegaremos al cielo

y la estrella que tu quieras

juntos los dos la cogeremos”

Las niñas también juegan en la bamba, hacen un surco de zapatillas en el suelo, cazan pájaros con los párpados:

“La niña se columpiaba

debajo de un almendro en flor,

de los suspiros que daba

el almendro se secó

porque su boca quemaba”

Pero Manuel Gereña impulsa con la garganta al niño de la yunta. Con la guitarra acicalando el aire, la criatura levanta el barro de los talones hacia el cielo; fuerza, desesperado, el esparto de la bamba. El cantaor agota los pulmones porque, cuando pare, el chiquillo bajará a la tierra y gemirá “bajo sus pies/ la voz de la sepultura”.

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