El autor de Páginas de un diario confiesa que a sus diecisiete años llegar a ser poeta era “lo único que merecía la pena”
Foto: Juan Ballester
La vieja espuela de la luz buscó por primera vez la carne de Eloy Sánchez Rosillo allá por 1948. Retraído y contemplativo respiraba su Murcia natal y estiraba en su pecho toda letra que le tocara las manos. A los 29 años obtuvo el Premio Adonáis por Maneras de estar solo (1978) cuando “nadie sabía que escribía”. En siete poemarios, el murciano ha encuadernado el tiempo como un espejo de agostos, haces, ocasos, muchachas…
El autor de Confidencias (2006) ya no ve en todas las cosas “un designio de herida” y está, a veces, “totalmente de acuerdo con la vida”. Desde su primer poemario abandona la materia tierna en la página para que crezca lejos de su mano.
Pregunta. ¿Es el poema un ser vivo?
Respuesta. Claro, un poema no está compuesto de partes atornilladas. Nace como una criatura viva, poco a poco, de lo contrario no es nada.
P. ¿Creció en usted el amor a la literatura con igual tranquilidad?
R. Sí, paulatinamente. En la niñez el tiempo pasa muy despacio y en mi casa no había televisión ni periódicos. Los libros eran lo más atractivo y me hice un lector empedernido. Pasaba días y noches en esa tarea maravillosa.
P. ¿Qué autores prefería?
R. Leía indiscriminadamente. En mi casa había una pequeña biblioteca que pronto resultó insuficiente. De jovenzuelo no tenía dinero y bebía de la Biblioteca Regional de Murcia que estaba muy bien nutrida.
P. ¿Y un buen día se le cayeron versos a las hojas?
R. A los 14 años empecé a escribir, pero esporadícamente. Lo hacía igual que se respira, sin pensar que sería mi camino. Más tarde, a los 17 descubrí mi vocación, ser poeta, entonces, era lo único que merecía la pena.
P. A pesar de su deseo, usted nunca tuvo prisa: su poesía rezuma paciencia.
R. Claro, no se debe escribir de una manera arrebatada o espontánea. El arte nace de la reflexión serena y de algo que ha ido madurando en nosotros sin prisas.
P. ¿Deja que la poesía se escriba a sí misma?
R. Siempre. Aunque cuando uno es joven da más importancia al oficio del poeta de la que tiene. Ahora sé que el escritor es sólo el hilo conductor del que se vale la poesía. Ella preexiste, está en el mundo y se concreta en un poema gracias a la mediación del poeta, pero nada más.
P. Y dejando que la poesía se acomode a sus cuartillas llegó el Adonáis.
R. Sí, en 1977. Hasta entonces escribía en absoluto aislamiento, nadie lo sabía. Además, dudaba mucho de mi trabajo. Cuando me vi con Maneras de estar solo terminado quise saber si tenía algún interés. Yo vivía en una provincia remotísima y no mantenía amistades literarias. El Adonáis era entonces un premio prestigioso y la única posibilidad que se me ofrecía. El galardón me ayudó muchísimo y me hizo responsabilizarme de mi trabajo. Pensé que valía la pena seguir intentándolo.
P. Desde ese primer poemario, la emoción ha sido el componente esencial de sus versos.
R. Es la piedra de toque fundamental de un poema. Cuando leo a un autor espero que me golpee, que me zarandee. La poesía que es mero juego o ejercicio frío me interesa poco.
P. ¿Ha buscado la sencillez para mecer mejor la emoción?
R. Nunca he buscado sencillez. Los poemas responden al hombre que eres. Cuando uno es joven es más barroco, pero con el tiempo escribes de la manera más clara, sencilla y que consideres más bella.
P. ¿No teme que las composiciones queden demasiado desnudas?
R. Algunos me dicen que mis versos son muy claros o muy sencillos. Es preferible no pecar de exceso. Creo que la poesía es oficio de quitar y aquilatar, no de solapar palabras sin sentido.
P. Sin embargo, en muchas ocasiones se dice que lo hermético refleja la inestabilidad del ser y sus contradicciones.
R. Puede ser, pero se ve que algunos poetas son rotundamente contradictorios porque no se les entiende una palabra. Yo lo comprendo, pero publicar un galimatías me parece engañoso.
P. ¿Y, por ejemplo, el surrealismo?
R. De toda tendencia poética que tienda al hermetismo desconfío. Aunque en alguna de ellas puede haber elementos aprovechables: de todo se aprende.
P. Llegó a afirmar que los novísimos hacían poesía en broma.
R. Por edad son de mi generación, pero empezaron a publicar antes que yo. Es cierto que no me interesa lo que hicieron al principio, aunque algunos desarrollaron una trayectoria importante. En ellos veía una exhibición un poco chocante. Eso siempre me ha parecido un poco aldeano. Las personas que de verdad están interesadas en la cultura no van dando la lata en todo momento y aireando sus conocimientos.
P. Es cierto que su obra no se acerca a esta generación, pero sí, por ejemplo, a los trazos de Ramón Gaya.
R. Gaya era providencial para mí: un altísimo ejemplo. Espero haber aprendido bastante de él. Igual que en sus cuadros él dice de manera concisa y luminosa su verdad, yo intento hacer lo mismo con la mía en mis palabras.
P. Pero su verdad ha cambiado. De ser el gran poeta elegíaco, ahora parece acercarse a un tono más celebratorio.
R. Me ha ido sucediendo lentamente. La adolescencia es una etapa conflictiva que destila una gran melancolía. La madurez arroja cierta luminosidad sobre la vida. Sin embargo, esos elementos de celebración ya estaban en mi poesía. Uno no lamenta la pérdida de algo sino porque lo ama. Toda elegía es una celebración retardada. Además, ahora no tengo ese concepto lineal, irreparable, del tiempo: creo que todo está siempre sucediendo.
P. ¿Y los sentimientos negativos?
R. Son estériles para la creación. Las pasiones negativas destruyen, no crean. La poesía es una perplejidad, una duda que te empuja a comprender las cosas y a fundirte con ellas. Para ello hay que estar enamorado de la vida.
El campo de Teócrito
Sánchez Rosillo veraneaba en una casa de campo cercana a la localidad de Barrax (Albacete). A sus 18 años la vendió y no regresó: “quizá la lejanía de aquel lugar donde transcurrieron tantos veranos de mi vida me hizo mitificarlo”. La casa se derramó en sus versos: “Dejadme aquí, sumido en la penumbra/ de esta habitación en la que tantas horas de mi vida/ transcurrieron”.
Pregunta. ¿Cómo era aquel campo?
Respuesta. Como el que pudo conocer Teócrito o Virgilio, totalmente primigenio. Todo se hacía a mano o con ayuda de animales y, por supuesto, no existían tractores. Allí las fincas son muy grandes, sobre todo latifundios. Todo parecía lejano.
P. ¿Los amaneceres, los silencios de la habitación… supusieron mucho para su obra?
R. Claro, de su entorno el artista recoge los materiales para sus creaciones.
P. ¿Cómo era el niño Eloy que correteaba por tierras manchegas?
R. Como es natural era muy contemplativo y retraído, de no ser así, mi destino hubiera sido otro. La verdad, me recuerdo bastante solitario.
P. ¿Quizá influyera en ello la muerte de su padre cuando sólo tenía siete años?
R. Sí, tomé una precoz conciencia del tiempo y sus estragos. Asimilé aquella cosa misteriosa antes de lo normal. Maduré y me fui haciendo más contemplativo; lo interiorizaba todo, cosa impropia en un niño. Sin duda, aquella pérdida marcó mi vida y mi obra.
P. ¿Esa asunción temprana de la fugacidad del tiempo le enseñó la belleza de las cosas?
R. Comprendí que las cosas son bellas porque aparecen a lo lejos, se acercan, nos tocan y se alejan. Si tuviéramos todo a nuestro alcance estaríamos en el paraíso, como en la niñez. Disfrutaríamos de esos dones sin añorarlos, sin valorarlos con la misma intensidad.
P. Pero no sólo es aquel paraje el que mora en sus composiciones, también Murcia y el barrio de San Nicolás aparecen.
R. Naturalmente, mis palabras, a veces, atraviesan la ciudad en la que siempre he vivido. Es infrecuente que aparezca el nombre de Murcia, pero no es necesario. Se aprecia de qué lugar hablo: esa luminosidad y ese clima tan mediterráneo son inconfundibles.
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