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El documental Escritura y alquimia retrata la voz más humana de la poesía española actual. La existencia de Antonio Gamoneda es toda grosor de lengua. Antonio se muestra con su boca hinchada por el verbo y su hemorragia lenta, con esa sonrisa que da a veces un estirón de breve luz en las arrugas de sus sienes, y, sobre todo, con esos ojos adictos al descanso. Parece que ya no sirven las pupilas o que jadean mejor con el párpado echado; Gamoneda junta las pestañas cada poco para atinar con el relato de su mente.

El poeta descubre el origen de elementos esenciales de su obra como el amarillo, el blanco, el frío… Nace el frío, por ejemplo, de las huellas metálicas de los barrotes de su balcón de la infancia, cuando se asomaba de puntillas y veía andar las cadenas de presos hacia el penal: “ese frío no ha cesado, ni cesará en mi rostro”.  También cree que el lenguaje poético nació cuando el mundo era sagrado y que, aunque ya no lo sea, persiste. Añade, en una clara crítica a la poesía social y, posiblemente, a la de la experiencia, que “la poesía tiene que ser subversiva en la naturaleza de su lenguaje, no en unos contenidos que están mucho mejor en el periódico de la mañana”.

El Círculo de Bellas Artes ofrece el documental entero. Si se ha leído a Gamoneda, cada minuto será un descubrimiento, será inevitable buscar el tomo pintarrajeado en el estante para revisarlo; si no se ha leído al maestro, el espectador correrá a las librerías a masticar todo papel firmado con su nombre.

Miguelito el de Orihuela, Miguelito el de la pólvora ceñida, el del ruiseñor levantando al fusil su relámpago quejío. Miguelito, el del geranio fúnebre a pulmón cosido. Miguel el del pueblo, el del barro, que «mancha con su lengua cuanto lame«. A este plural Miguelío, como a todo poeta de tierra en boca, se le devuelven los cantes.

El vibrato de Serrat sosteniendo los versos hernendianos es conocido. Pero también relumbra su palabra, su baba hiriente y roja yunque a yunque de las fraguas; también los martillos gitanos afilan sus sonetos y romances. Manuel Gereña, la voz prohibida del flamenco, editó el disco Manuel Gereña canta con Miguel Hernández en 1999. Vientos del pueblo o Niño yuntero se agarran a los bordones con las puntas de los dientes y aguantan la sacudida del nailon en la calavera. El niño de la yunta come grama aterronada por bamberas y peteneras.

Las bamberas surgen de los cantes o coplas  de columpio (mecedores o bambas) tradicionales andaluces. Este palo, introducido al flamenco por la Niña de los Peines, mece un ritual de dos amantes: la mujer quiere coger la Luna y el hombre la columpia para que el astro le escarche las yemas.

“Sube al columpio conmigo

que llegaremos al cielo

y la estrella que tu quieras

juntos los dos la cogeremos”

Las niñas también juegan en la bamba, hacen un surco de zapatillas en el suelo, cazan pájaros con los párpados:

“La niña se columpiaba

debajo de un almendro en flor,

de los suspiros que daba

el almendro se secó

porque su boca quemaba”

Pero Manuel Gereña impulsa con la garganta al niño de la yunta. Con la guitarra acicalando el aire, la criatura levanta el barro de los talones hacia el cielo; fuerza, desesperado, el esparto de la bamba. El cantaor agota los pulmones porque, cuando pare, el chiquillo bajará a la tierra y gemirá “bajo sus pies/ la voz de la sepultura”.


Muerte pájaro príncipe, un pájaro es un ángel inmaduro.
Y así, hablaré de tus manos que se alejan y de las manos
de lo hermosísimo ardiendo,
pequeño dios con nariz de ciervo, hermano mío, héroes
de alma recortada,
niñas de oro hipodérmico que nunca creen morir,
qué aguda la pupila y el filo de los dedos encendiendo la
muerte mientras un ángel sobrevuela y pasa de largo
con el pico de plata y de ginebra,
labios del mediodía resuelto en ave sobre tus manos que
se alejan y mis manos
y las manos del pequeño ciervo de aire griego salvaje,
hermano mío,
y las manos sin venas de los héroes, de las madonas
amnésicas.
Mis alas de dolor robadas por tus manos, amor mío,
corazón mío pintado de blanco,
mis alas de dolor con botellas agónicas y líquidos que
disuelven la vida,
y los labios que te aman en mí en la convulso,
y la música en trompas delgadísimas, trompetas peraltadas.
peraltadas, columnas niñas, qué
sobreagudo el do,
la mirada más alta y la más alta queja,
muerte pájaro príncipe volando,
un pájaro es un ángel inmaduro.

 

 

 

 

De una niña de provincias que se vino a vivir en un Chagall, Blanca Andreu, 1980

 

 

En 1980, a sus 21 años, Blanca Andreu ganó el Premio Adonáis con De una niña de provincias que se vino a vivir en un Chagall. García Nieto, miembro del jurado, consideró su poesía como “audaz, muy imaginativa en la palabra, valiente en el lenguaje y creadora de un mundo poético que parece pertenecerle a ella sola». Versos tallados en mitad del surrealismo. De hecho salen a la letra nombres como Rimaud, Rilke, Villon… Dijo José Miguel Ullán en relación a esta niña de provincias que “el incontenible ardor del corazón sueña con ser lo que se dice, apuntalar lo que se dice y hasta morir por lo que se dice”; además este crítico de El País señalaba que el poemario tiene la facultad de “entoñar de un hermoso plumazo a la mísera, engolada y patética literatura del rollo, de devolverle a ciertas palabras (magia, romanticismo, desconocimiento) su sentido más puro”.

Sobre las voces que aceptan el ser en su plenitud incomprensible, en su innegable irracionalidad, suele caer siempre la lápida de los golpeados por el instinto de negarse los instintos. José Luis García Martín (enlace a un poema que bien podría ser prosa, y no demasiado aguda),  según Andreu, le acusó de no escribir poemas, sino “cosas absurdas, sin estructura, donde todo estaba tan escondido que no se percibía”.

Hoy cae el décimo año sobre la muerte de José Agustín Goytisolo. En la renovación de las palabras fue levantada ya la admiración por su obra (poema y artículo), pero es la muerte, o su envejecimiento, lo que mejor abre la agenda informativa. El País e Información  plantan hoy en la página de cultura un recordatorio de la obra de este accésit del Premio Adonáis de 1954 (ambos artículos procedentes de EFE).

La ‘voz interior’ era para María Zambrano (1904-1991) el pábulo de la poesía. Es altiva esa voz, asciende a lo último. Pisotea todo fin comunicativo, queda sólo sostenida en la aspiración del ser. Para la filósofa malagueña, la palabra poética tiene un solo motivo: la existencia. Es un idioma trascendente, importa más su capacidad de deslumbrar que lo que pueda entenderse de él. Como todo en Zambrano, la poesía ambiciona el saber.

Según ella, el idealismo del racionalismo europeo ensoberbeció la razón. Ganó el hombre entonces sobriedad y realidad, pero pateó la irrealidad y drenó el caudal de la voz humana. La autora de Claros del bosque distinguía con claridad que la filosofía trabajaba el método mientras la poesía se sujetaba a hallazgos por la gracia; matizaba: “la filosofía es orientación; la poesía, delirio”. Sin embargo, esta separación de los términos no destila más que la necesidad de unión entre los mismos. La discípula de Ortega y Gasset no contemplaba la filosofía separada de una preocupación por la forma (lirismo) de la idea, ni la poesía exenta de un soporte reflexivo.

Miguel de Unamuno (1964-1936) parece acercarse a esta concepción en su Credo Poético: “Piensa el sentimiento, siente el pensamiento”; aunque parece alejarse del planteamiento de la malagueña: “no te olvides de que nunca más hermosa/ que desnuda está la idea”. Entonces, ¿la desnudez de la idea es, pues, parquedad o, por el contrario, sugiere el gusto suculento de la carne transitable?

También el francés Jean Paul Sartre (1905-1980) en ¿Qué es la literatura? razonaba el quehacer filosófico de la poesía: “porque la palabra, que arranca al prosista de sí mismo y lo lanza al mundo, devuelve al poeta, como un espejo, su propia imagen”.

 

 

 

 

 

 

 

 

                                         «Los fundamentos del saber están reservados al filósofo, al poeta, porque son los únicos capaces de asumir el riesgo de la soledad».

                                                                                                                                                        María Zambrano

                                                                                                             

Javier Vela Sánchez (1981 gaditano nacido en Madrid) presentó el miércoles Imaginario, último Premio de la Joven Creación, editado por Visor. También presentó Cristina Peri Rossi su Playstation, ganador del XXI Premio de la Fundación Loewe. Caballero Bonald acompañó al poeta gaditano en la presentación y declaró que en Imaginario había “mucha potencia poética, solvencia, eficacia y una interpretación mítica de la realidad, como debe ser la gran poesía”. El autor describe su poemario como un “álbum de instantes en el que será grato volver a mirarse con el tiempo” ya que “la escritura es la única forma de perdurabilidad”.

Vela obtuvo ya el Premio Adonáis en 2003 con La hora del crepúsculo, además ha publicado Aún es tarde (2003), Increado el mundo (2005) y Tiempo adentro (2006)extraordinaria crítica la de Gabriel Insausti—. Ahora, trabaja en una novela tocada por el conflicto de Oriente Medio que, según él, “conjuga elementos de la novela negra y la intriga política”.

La hora del crepúsculo viene encabezado por una cita de Claudio Rodríguez: “Bienvenida la noche, con su peligro hermoso”. El libro según explicó Vela, “trata de explicar la incertidumbre que nos produce el sueño, el encuentro con la amada, el deseo de no despertar… Y el desvanecimiento de ésta con la vigilia, que supone en sí un desenlace”.

Para este joven poeta gaditano que según Bonald “ha conseguido la mayoría de edad en las palabras”, lo único que distingue a un poeta es su “tempranísima consciencia de la desaparición”.

Cuando se dice Antonio Gala es inminente recordar el rizo gris hacia atrás pegado y ese bastón, empuñadura a veces plata, a la altura de la cara, duplicándole los ojos. Rápido accede también esa mueca al borde justo de la risa, tachada de ironía; también, alguna necedad circunstancial.

El manuscrito carmesí (Premio Planeta 1990), La pasión turca, Anillos para una dama (Premio del Espectador y la Crítica, 1973)… hitan los 72 años de vida del poeta, novelista y dramaturgo de Brazatortas (Ciudad Real).

Sin embargo, es apenas mencionado que el primer éxito de este autor mediático fue un accésit del Premio Adonáis en 1959 por Enemigo Íntimo. Su poesía se ha encuadrado bajo títulos como 11 sonetos de La Zubia (1981), 27 sonetos de la Zubia (1987), Poemas cordobeses (1994), Testamento andaluz (1994), Poemas de amor (1997) o El poema de Tobías desangelado (2005): escrito durante 20 años y con la intención de constituir una obra póstuma. A este último, el autor concede la calidad de “testamento literario” porque, confesó: “tiene el zumo agridulce de mi corazón”. Quizá la cursilería trepe por esta afirmación, quizá lo haga, también, por muchos de sus versos. No obstante, bueno es saber que este autor hinchado por la fama puso un día su nombre en la lista de Adonáis.

 

                        *                     *                     *                     *                     *

La labor de La renovación de las palabras es reivindicar el Premio Adonáis como eje principal de la poesía en habla castellana y, sobre todo, reclamar que la cobertura mediática se ajuste al prestigio del galardón. Hiere especialmente encontrar fallos documentales en la cabecera más vendida en España. El País expone: “Su primer libro fue el poemario Enemigo íntimo, por el que obtuvo el Premio Adonais en 1959…”. Lo cierto es que, como se menciona arriba, Gala obtuvo el segundo accésit.

Del verdecido júbilo del cielo

luces recobras que la luna pierde

porque la luz de sí misma recuerde

relámpagos y otoños en tu pelo.

 

El viento bebe viento en su revuelo,

mueve las hojas y su lluvia verde

moja tu hombros, tus espaldas muerde

y te desnuda y quema y vuelve yelo.

 

Dos barcos de velamen desplegado

tus dos pechos. Tu espalda es un torrente.

Tu vientre es un jardín petrificado.

 

Es otoño en tu nuca: sol y bruma.

Bajo del verde cielo adolescente,

tu cuerpo da su enamorada suma.

 

                                                

                                        Soneto III de Libertad bajo palabra, Octavio Paz*

 

 

 

Octavio Paz, premio nobel 1990, se echó a la vida en 1914. En 1936 se vino a España a contemplar la filigrana de limo por los fémures abiertos; luchó en el bando republicano y participó en la Asociación de Intelectuales Antifascistas.

Paz decía que: “escribir poemas es caminar, como equilibrista sobre la cuerda floja, entre la ficción y la realidad, la máscara y el rostro”*. Aún así su voz suena involuntaria. Hay poetas que más que escribir, parece que hunden la tráquea y el esófago, así, conforme caiga, con toda su entraña, sobre las cuartillas.

Además, los textos de Paz aclaran el empeño corrector y las continuas revisiones de su obra: “no existe lo que se llama ‘versión definiva’: cada poema es el borrador de otro, que nunca escribiremos”*. Sin embargo, ¿a que parece el soneto, un escurrirse incontenible?

***Poema y citas de: Octavio Paz, Libertad bajo palabra, Cátedra Letras Hispánicas, Edición de Enrico Mario Santí, 2002

El portal Poesía Digital.es publica una crítica a Kora de Rogelio Guedea, ganador del último Adonáis. Carlos Javier Morales deja una fantástica lectura del volumen:

 

«…así de contradictorio se le presenta el abismo del mundo y de la propia vida; mientras que la única luminaria, por provisional que sea, viene a ser esta kora, esta chispa provocada a la vez por la palabra poética y el amor».

En el repaso al extenso racimo de Adonáis, a veces, la urgencia lleva a lo superficial. Sin embargo, hay uvas, digo palabras, que aniquilan todo peso externo, se ríen de la prisa y la acribillan. En 1995, Eduardo Moga (1962) recibía el Premio Adonáis por su segundo libro, La luz oída. Los poemas de este barcelonés son, directamente, inmensas poteras de mil ganchos con mil muertes. Permítaseme el uso de la primera persona (no se volverá a repetir en mucho), pero aún me estoy buscando esos garfios enrabietados por el pecho; es una tarea complicada, no sé si dejarlos ahí, con todo su acero de metáforas, para que mi sangre los enrobine. Aunque, posiblemente sea el óxido el que agarre mi sangre y la vaya haciendo cada vez más rubia y más dolida.

De su obra se ha destacado, “su gran capacidad en la creación de metáforas, su gran facilidad rítmica y, sobre todo, su enorme fuerza expresiva»; es, además, una poesía que rodea “el amor, la muerte, el sexo, la conciencia propia”. Moga que se declara “poeta, en primer lugar” asegura que “su sentido de la intensidad y de la exactitud del lenguaje” le obligan a descartar otros géneros: “cualquier relato o cualquier novela mía serían interminables”.

Este es el Poema III de Cuerpo sin mí. Tengan cuidado con este llavero de anzuelos, no se hagan daño:

Salardú

Asoman
—rasguños
de carmín— las violetas en el hielo.
(Lo inanimado bulle;
fracasa
la piel sin claraboyas de la nieve).
La claridad cincela
las flores,
y aviva los cristales
esponjosos, y apaga las hogueras del agua
como una mano grande que alisara
las arrugas del mundo. La claridad agrupa
lo que brota desnudo y se abraza
al aire, lo que suda y serpentea
entre coágulos de escarcha,
lo que, encrespado, se reviste
de pausas
y adopta forma
de ventisca o amor. La claridad
es la niebla callada que me envuelve
con la delicadeza del rebeco
que baja del nevero a abrevarse,
entre las brasas del silencio,
mientras destella
la noche.
Los años pacen en la claridad
como en un mar plagado
de espejos, y los ojos del alerce
son los ojos del padre, y la humedad
que nos quema es un pájaro doliente,
y la sangre del viento es sangre derribada,
que abandona su nicho de máquinas y lenguas,
y se reclina en la luz.
Y de la claridad nace la nieve,
como un desmigajarse
meticuloso
de lo visible y lo abierto,
como una flema
sin peso
que barnizase
de incertidumbre el cielo.
La nieve
se reconstruye con su muerte:
tocamos
su desaparición.
En la nieve se esconden círculos
que nos contienen, besos caídos de los labios,
silencios
con cuyo resonar elaboramos
nuestro silencio; su fuego es
la casa en que nacemos,
la lluvia
que nos deseca;
y nos encadenamos al fluir de sus llamas,
porque buscamos el abrigo
de un mundo en el que no palpite lo vacío,
en el que prevalezca cuanto es inmaterial
y, sin embargo, encarna en cuerpo;
un mundo en cuyos límites empiece
de nuevo el mundo.
La nieve
comparte la sustancia de los ojos.
Crezco en ella: regreso.
Palpo su luz metálica: soy niño. Acaricio
su levedad, y lenguas leves
me acarician. Siento los copos como espadas
blandas, dormidas en las depresiones
de la piel, y me quema
su blancura, eclosión oscura de alas;
me quema
como una llama
glacial, como una llama que fuese también piedra.
La claridad
se endurece en la nieve: es ácida,
como la nieve,
y arraiga en ella, hasta alcanzar
el centro del instante, el borde del instante,
el cansancio que impregna las palabras,
heridas por la miel
inalterable de lo sido.
Todo naufraga ahí, y se perpetúa.
Y las tinieblas
supuran,
evisceradas por la claridad.